Velázquez: «Las lecciones de anatomía del Vendado no las aprovecharía ni Rembrandt»

No sé si he llegado a un taller de pintura o a un taller mecánico. La verdad. El olor a productos químicos me acompaña ya desde la planta baja del caserón en el que Diego Velázquez está pasando el verano, una finca a las afueras de Madrid, no muy lejos de El Escorial por si Felipe IV tiene el capricho de mandarle llamar. Hace algún tiempo que el Austria no pasa por los pinceles del sevillano, y no porque a estas alturas del partido al monarca indolente le dé pereza incluso posar un par de horas, sino porque se sabe viejo y no quiere que Velázquez le saque hasta la última arruga.

Me lleva hasta el taller del gran pintor su esclavo de siempre, he dicho esclavo, don Juan de Pareja; tenía la idea de que le había liberado hacía algunos años, tras recompensarle los años terrenales gastados a su servicio plasmándole en un óleo, convirtiéndole al momento en inmortal, pero es posible que haya llegado a la casa de Velázquez demasiado pronto, que el esclavo morisco aún no sepa que terminará su vida convertido en un hombre libre e incluso llegará a ser pintor.

Tenía la esperanza de que don Diego estuviera pintando Las Meninas, o por qué no La Venus del espejo con la ayuda de alguna madrileña bien fresquita bajo el sol de la sierra, pero no. Velázquez está repasando el cuerpo de un individuo severo y abotargado encaramado a un caballo gigantesco que desfallece bajo el peso de las nalgas, y de la pompa, del jinete.

–El conde duque de Olivares –comento, a modo de saludo.

–El mismo –responde el pintor; luego mira a su siervo y le reprende–: Don Juan, esta mañana me ha limpiado vuesa merced los pinceles no sé si con el culo o con los cuernos.

–La cabeza se la ha dibujado su amigo Rubens –me dice entonces el esclavo, para fastidiar a su señor.

Contemplo con la boca abierta la figura del valido, tan poderoso, pienso, que ha hecho falta el arte de dos genios para pintarle. Luego cierro la boca antes de acabar envenenado por el batiburrillo de disolventes, aceites, alcoholes, azufres, piedras machacadas, hierbas, ramas, hierros oxidados y demás porquerías imprescindibles para llenar la paleta de un pintor, en unos tiempos en que no puedes pedir un tubito de azul de metileno en la tienda de la calle de al lado, sino que tienes que ir tú mismo al monte, o hacer que te vaya algún criado. Me fijo en los zapatones sucios de barro de Velázquez y resuelvo que es él mismo quien se procura la materia prima, el barro, la piedra y las hojas machacadas que se convertirán en El triunfo de Baco o La rendición de Breda de la mano de este hombre alto, delgado y un pelín soberbio que sigue pintando sin dejar de hablar, con un deje madrileño que ha relegado al acento andaluz con el que podemos verle estos días en el Ministerio del Tiempo.

–Yo también tengo un amigo que es pintor –le digo. Si no hago el cafre, reviento.

–Será por pintores –resuelve el sevillano, metiéndole mano a una de las espuelas del conde duque.

–Se llama Pedro Juan Rabal, es de Águilas y también pinta genial.

–¿Es pariente de don Alonso Cano?

–Pues que yo sepa, no… ¿por qué lo pregunta vuesa merced?

–Porque yo también sé decir gilipolleces.

Me la envaino. Velázquez sigue perfilando los flancos del caballo dispuesto a llevar al poderoso conde de Olivares hasta el último confín del mundo, de un mundo del que de hecho ya es propietario por la desidia de su no muy legítimo propietario. Picado por el corte del sevillano me atrevo a señalar al caballo con cierta displicencia:

–Esas corvas parecen un poco fuera de su lugar.

–Váyase vuesa merced a tomar por culo un poco.

–¿El caballo es una alegoría de las Españas? Digo, porque parece pesarle en demasía el conde-duque…

Ahora sí, ahora he hecho que deje los pinceles y me mire furioso. El lienzo es tan grande que ha tenido que subirse a una escalera pequeña y mal compuesta para llegar a la panza del animal. Se inclina hacia mí con tanto ímpetu que por unos instantes tengo miedo de que se rompa algún peldaño y se me mate de un golpazo, o, aún peor, se estropicie la mano para siempre.

–¡No he entendido una mierda de ese libro estrafalario de vuesa merced! –me suelta.

–Me pasó a mí la primera vez que vi el Guernica.

–¡Un tío con la cabeza vendada, otros que dicen que los hombres nacen de los monos, y unas lecciones de anatomía que tendrán muy pocos Rembrandt para pintarla! Lo único que me ha gustado es el enano.

Con un gesto de la mano me muestra un cuadro que parece estar secándose aprovechando el sol anaranjado de las tardes de la sierra madrileña. Un hombre con un mostacho impresionante y una barba alargada y poblada, de las que se han vuelto a poner de moda en el siglo ‘xxi.

–Don Sebastián de Morra –observo, satisfecho de mi erudición. Antes de venir a saludar a don Diego le he pegado un buen tiento a la Wikipedia.

–Ni Sebastián ni Sebastiana –me contradice el pintor–. A este enano le llaman el Primo, y fue un bufón del pobre Baltasar Carlos. La historia del enano es de lo poco que he comprendido del Vendado. Aunque debo reconocer que tiene vuesa merced mucha imaginación. Las máquinas de tren me han recordado a los grabados de Leonardo que he visto en Italia, esos engranajes, esas poleas; y he de reconocer que la idea de una máquina de escribir facilitaría, y mucho, la labor de los impresores, aunque tendría que tener varios centenares de botones para sacar la letra itálica, la gótica, la versal, y todas esas florituras que les gustan a los escritores. ¿Y cómo van a poner las capitulares?

Sonríe con cierta displicencia al hablar de los escritores, él, capaz de narrar con uno solo de sus cuadros una batalla, o una fábula mitológica, con más detalle y eficacia que cualquier libro de un centenar de páginas. Don Juan de Pareja nos sirve sendos vasos de un vino tinto fresco y con cuerpo, y luego se apresura a abrir los ventanales para que el habano impresionante que está encendiendo su amo a base de yesca y pedernal no haga saltar por los aires ese taller impregnado de la atmósfera de alcoholes y disolventes.

–Tiene que ser bonito ser pintor de la corte –sugiero.

–Mire, don Marcelo; a mí se me llevan los demonios. Yo soy un hombre activo, que anda siempre en mil cosas, por la mañana perfilo un retrato y por la tarde viajo a Italia, le escribo cartas a don Rubens, a mi suegro Pacheco, quedo con un par de amigos y hacemos una sardinada en el patio o echamos la jornada recorriendo los museos, ellos deleitándose con los muslos y los senos de las nínfulas de antaño y yo estudiando luces y midiendo ángulos. ¡Una jornada en la corte es morirse de aburrimiento! Uno toca la vigüela, como si estuviésemos en los tiempos del rey que rabió; las damas se dejan seducir por los oficiales de la guardia, las criadas por los soldados. El mes pasado estaba pintando a sus majestades cuando de pronto se abrió una puerta e irrumpió la infanta Margarita con toda su cohorte, las meninas, los enanos, ¡hasta el perro!, alborotada diciendo que se aburría y que quería jugar a caballito con papá. A mí me tocó bastante la moral porque, la verdad, sus majestades estaban bastante bien dispuestos, don Felipe incluso se permitió hacerle cucamonas a su esposa a través del espejito que se había dejado olvidado el barbero por la mañana…

Velázquez apura el vaso de vino, lo paladea, le da una honda calada al cigarro y sigue hablando con espontaneidad, mientras vigila con interés los tejemanejes de su esclavo con un trapo y unos pinceles.

–La irrupción de doña Margarita le sirvió a su madre para dar el posado por concluido; cogió a la infanta de la mano y se marchó, todo un revuelo de faldas, basquiñas y chapines, flanqueada por las meninas y con Nicolasito fingiendo que le azuzaba el mastín a la Mari Bárbola, aunque el mastín suele ser el que menos guerra da.

–Un episodio curioso –comento, entusiasmado.

Las Meninas es uno de los cuadros más reconocidos de todo el arte mundial, y he aquí a su creador, sacudiéndose la ceniza del puro de las mangas sucias y descosidas de la vieja camisa que usa para pintar, reprimiendo un eructo tras beberse el segundo vaso de vino y mirando con interés las pinceladas que ya ha trazado en el retrato ecuestre de Olivares.

–La verdad es que Las Meninas es superoriginal… –empiezo a decir, ansiando escuchar alguna cosa más.

–Las meninas son bonitas, doña Isabel más elegante que doña María Agustina, a mi entender, pero yo bastante tengo con mi Juana, que además ya pasé de calores –me dice, con sorna.

Tardo un poco en comprender que a don Diego no le dice nada el título de Las Meninas, esa vuelta de tuerca a la perspectiva de los retratos, radicalmente alejado de las típicas escenas de reyes, nobles, cardenales o conde-duques mirando al retratista cara a cara.

–Quiero decir que es muy original el cuadro que estaba pintando vuesa merced cuando entró la infantita –me corrijo.

–¿El de los reyes? Bueno, es uno más; no nos vamos a engañar. A mí los retratos siempre se me han dado bien. Uno de los primeros fue el de mi medio paisano, Luis de Góngora; un tío muy culto, bastante salao, aunque luego a la hora del posado se ponía muy nervioso y así le tuve que retratar, con cara de ajo. Este de los reyes… la verdad es que la entrada de la infanta y todo el gineceo, y los juegos de don Felipe en el espejo del barbero, que por cierto menudo marrano, dejarse ahí todo el embolao, me han dado una idea… no sé yo, aún tengo que jugar con las perspectivas pero si figuramos que yo estoy del otro lado, posando al lado del rey…

–Mi amo está jugando con la perspectiva de la hora de la cena –le corta don Juan de Pareja.

Don Diego le hace callar con un gesto de la mano; nos mira sin vernos realmente durante unos instantes, luego mira el retrato del conde-duque, perfilado ya por las manos de su colega y gran amigo Rubens, pero no puede esperarse ayuda de esos mostachos de manillar, de esos hombros que llevan años sosteniendo el peso de todas las Españas.

–¿En qué estaba yo pensando? El espejo… la infanta… las meninas…

Me quedo callado a la espera de presenciar el milagro. El propio don Juan de Pareja agacha la cabeza, arrepentido del comentario desabrido que ha arruinado el proceso mental de su genial amo, la observación prosaica que amenaza con dejar en el olvido la idea genial de Las Meninas, la visión del pintor que nos mira a la cara mientras se convierte él mismo, y nos convierte a nosotros, en la pareja real que presencia enternecida la entrada de su niña pequeña.

–Vuesa merced estaba imaginándose que él era el rey…

–¡Yo qué voy a ser el rey, si llego yo más lejos durmiendo que él despierto de los dos ojos! –se echa a reír pese a las advertencias temerosas de su esclavo–. Pero la idea no es mala, por ahí va a saltar la liebre. Porque si yo me pongo al lado del rey, no, si yo soy el mismo Felipe de Habsburgo y miro hacia adelante…

Y al decir esto echa hacia fuera la mandíbula inferior con tanta energía que por un momento está a punto de desencajársele, como casi se nos desencaja a mí y a don Juan de admiración al ver a Velázquez saltar de la escalera pincel en mano, enguarrando la parte posterior de un lienzo y dibujando con un tizón aquí una niña, aquí sus criadas, aquí el mastín soportando la patada de un enano y más allá al propio pintor, que se inmortaliza mirándonos severo mientras murmura en falsete unas palabras en un pretendido alemán.

–Herr Felipe, mein herr… a verr cuándo le damos un nuevo herredero a la Corrona, que Marriana quierre un herrmanito y yo llevo mucho tiempo a pan y wasser –murmura el sevillano, metido por completo en la piel y los inmensos faldones de la reina, mientras don Juan y yo rematamos la botella de vino tinto brindando por las meninas, por el caballo del conde-duque y por esos sevillanos que son de puta madre.

Dedicado a Antonio G. Torres.

1 Comments

  1. Una visita con mucho arte, mucho humor y muchos guiños a ambas épocas.
    Muchas gracias por la cortesía de dedicarme el relato.
    Un fuerte abrazo.
    Antonio.

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